lunes, 7 de octubre de 2013

Aniquilador de sueños.


La primera vez que entré a una librería de “elite” tenía, más o menos, 13 o 14 años (nunca logro recordar exactamente las fechas). Tarde entré, ya que antes de esa edad poco me importaba la lectura, la encontraba fome; prefería jugar Mario Bros en el súper Nintendo, o andar en bicicleta con mis amigos, o bañarme en la piscina de la casa y jugar a la sirenita, o prender inciensos y velas e invocar a los espíritus, o hacer tantas otras cosas que hace cualquier hijo de vecino. Sin embargo, aquella vez, era la primera vez de algo verdaderamente emocionante (excluyendo, claro, las otras “primeras veces” que poco después llegaron). Mi amor por los libros comenzaba y cuando empieza un amor no hay nadie que lo frene. Sentía dicha de estar ahí. Podía, sin que alguien lo prohibiera, tomar a Neruda y decirle:


“Tú sabes cómo es esto:
si miro
la luna de cristal, la rama roja
del lento otoño en mi ventana,
si toco
junto al fuego
la impalpable ceniza
o el arrugado cuerpo de la leña,
todo me lleva a ti,
como si todo lo que existe,
aromas, luz, metales,
fueran pequeños barcos que navegan
hacia las islas tuyas que me aguardan.”


O tal vez a Cortázar:
“Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche que se movía huyendo de los aztecas.”


Y por qué no a Sábato:
“Conozco bastante bien el alma humana para prever que pensarán en la vanidad. Piensen lo que quieran: me importa un bledo; hace rato que me importan un bledo la opinión y la justicia de los hombres. Supongan, pues, que publico esta historia por vanidad. A fin de cuentas estoy hecho de carne, huesos, pelo y uñas como cualquier otro hombre y me parecería muy injusto que exigiesen de mí, precisamente de mí, cualidades especiales.”
No obstante, y extrañamente, siempre sucede que las cosas son más perfectas en nuestra imaginación que en la realidad misma. La idea lentamente meditada, repasada, corregida, sectorizada, contemplada con tal devoción que, muchas veces “en eso se nos va la vida”, cuando sale a la luz, cuando se exterioriza, es mediocre… sale partida por la mitad, con fallas, no como uno estimaba que debía salir; sale nerviosa, tartamudeada, para finalmente ser escuchada por vulgares oyentes que poco o nada le importan tus palabras. Y es quizás por esta última razón que la idea, hermosa dentro de nosotros, es deficiente afuera. Algo así ocurrió esa vez primera…
Entré a la librería con la felicidad característica que suele invadir a las personas jóvenes que están por conocer algo que anhelaban desde hace tiempo. Todos los libros me parecían hermosos, magníficamente ordenados; la iluminación, las estanterías de madera fina, los costosos ventanales, el especial café, las mesas ocupadas por esa gente (al parecer) erudita, me cautivaron. Y llegó él…


-¿Qué se le ofrece, señorita?
-Mmm, busco un libro…- respondí.
-¿Qué libro?- preguntó
-Un libro de poemas…- manifesté
-Ya, pero ¿Cuál libro?- insistió
-Busco el libro de poemas de JIM MORRISON- setencié.


(3 segundos de profundo silencio)


-¡El libro de poemas de JIM MORRISON!- dijo él con tono irónico y luego miró a ciertas personas “intelectuales” que tranquilamente tomaban café.
-Sí, el libro de poemas de Morrison… ¿está?- persistí en la petición.
-¡Ja! ¿Jim Morrison… poeta? ¡Cuándo ha sido poeta! Buena voz, sí, pero poeta, JAMÁS- expresó la mierda de vendedor, y los “intelectuales” que habían presenciado todo y lo escuchaban atentamente, lo miraron con esa expresión que tanto odio: mirada de complicidad entre dos o más personas… y uno, lógico, está lejos de saber el secreto.
Se me heló el cuerpo. Debo reconocer que no supe qué responder. Era bastante menor, por ende, inexperta en el arte de la defensa frente a la pelotudez, de modo que miré hacia el suelo, agradecí y me fui. No volví a entrar a esa librería ni a cualquier otra hasta hace sólo unos meses.
Ahora, con algo más de experiencia, me pongo a pensar en el vergonzoso incidente y llego a estas conclusiones:
1) El horrible tipo no tenía derecho a burlarse de mis gustos. ¿Con qué autoridad él me hablaba de lo que era ser poeta?, ¿Acaso sus muchas lecturas lo convertían a él en alguien sabio?. ¿Qué es la sabiduría?, ¿No se supone que la poesía (y el arte en general) tiene como fin último sacar a flote el extraordinario mundo interno de quienes desesperadamente buscan una salida y no otra cosa falsamente impuesta por “la crítica”?. ¿No era él, por cierto, un crítico… uno de esos cargantes sabelotodo que destruyen lo bello de la literatura y que exterminan la hermosura de las palabras y los sentidos metafóricos con sus librescas y pedantes frases repetidas una y otra vez en cada conversación amena? Frustrado, sin duda.
2) Los vendedores son una peste. Ciertamente el “simpático” no tenía por qué meterse y opinar, menos juzgar. ¿Lo llamé yo? Ni siquiera quería que se acercara. Se supone que si uno necesita la ayuda de estas alimañas, uno se aproxima y les consulta. Tan simple como eso. Mas no, ellos, de igual manera, te atacan con preguntas absurdas, te aconsejan sobre lo que conviene y lo que no, te obligan a llevar lo “último en liquidación” y más 1.990 te llevas un chocolate que en precio normal cuesta 10 pesos menos, y a fin de cuentas terminas sin ganas de comprar y con jaqueca.
3) Nunca olvidaré su rostro. Si lo veo, lo mato.
4) Esta clase de personas es la que termina por coartar el sano actuar de los inocentes seres que, como yo en aquel entonces, deambulábamos por la frenética vida ofreciendo paz y amor. ¿Con qué ganas siguen los más débiles? A veces ni siquiera los fuertes pueden. ¿Cuál es el propósito de estos aniquiladores de sueños? Es muy probable que sólo les sirva para elevar ese ego, pues carecen de autoestima.
Y así como en aquella funesta ocasión, muchas otras veces me han dicho cosas como: “de nada te sirve ser vegetariana, si de igual forma la gran mayoría todavía consume carne”, “la lucha por los derechos animales es una pérdida de tiempo, siempre habrá gente que maltratará”, “preocúpate de las personas mejor, eso es más necesario”, “madura… las ideologías no existen”, “los sueños tampoco”, “no hables tonteras”, “no te metas”, “no tengo tiempo para ti”, etc., etc., etc.
Toda una existencia creada ya en el papel, marcada por los que están primero, fabricada de acuerdo a diversas reacciones dictatoriales cargadas de convencionalismo, y de quienes hoy día se hacen a un lado y lavan tranquilamente sus manos. Asesinos de tiernas ilusiones. Así no se puede…

Pero… se podrá. Y ningún vendedor de libros me dirá lo contrario. Nunca más.



Mayda Plant


30/11/2008

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